Los nuevos reinos de taifas

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A ello se refirió recientemente Felipe González en el foro de La Toja: “Tenemos un problema de gobernanza de la descentralización política, que es nuestro marco constitucional. Confundimos descentralización con centrifugación del poder, lo cual nos lleva a comportamientos de reinos de taifas”.

El espectáculo que estamos presenciando en cuanto a la gestión de la pandemia, con choques frontales entre el gobierno central y ciertos territorios díscolos nos hace reflexionar seriamente sobre las debilidades evidentes que el estado autonómico pone de manifiesto en situaciones de crisis, al demostrarse insuficientes las herramientas constitucionales, que no pudieron prever todas las eventualidades posibles. En el caso del desafío independentista, sin embargo y a mi juicio, funcionó aceptablemente el engranaje, y la aplicación del artículo 155 previsto en la Constitución junto a la actuación de la justicia puso en su sitio las cosas, aunque las tensiones políticas continuaron y lo seguirán haciendo seguramente al alza, eso es harina de otro costal, pues la evolución de los ánimos es algo que escapa a los ordenamientos jurídicos, y tendrá consecuencias seguras en la gobernabilidad de un país que cada vez depende más de las minorías.

Pero el caso de la Sanidad es diferente. Se trata de competencias transferidas a los gobiernos autonómicos por mor de las directrices descentralizadoras, y todo indica que el Estado se está mostrando en la actualidad  palmariamente incapaz de coordinar esas políticas para hacerlas más eficaces cuando sobrevienen escenarios no previstos. Y al final hay que recurrir a soluciones fuera de consenso, como el estado de alarma. Cuando unos ministerios (como Sanidad, también Educación) se quedan vacíos de contenidos y de competencias, es tremendamente difícil establecer directrices comunes de obligado cumplimiento. Quien tiene las competencias (sobre todo si el signo político es diferente al gobierno de la nación) se cree en la potestad de discrepar abiertamente de cualquier decisión gubernamental, incluso de modo desafiante.  Y aquí es donde aparece el fenómeno “taifa” señalado por Felipe González. Llegados hasta aquí, sería excesivamente simplista utilizar estas desavenencias como argumento para concluir que el estado de las autonomías fue un error, como sostienen no pocos ciudadanos. En absoluto. La autogestión autonómica ha posibilitado un crecimiento económico y social, y unas dotaciones impensables cuando la implantación de la tecnología y de las infraestructuras regionales dependía de la habilidad o “contactos” de aquellos procuradores en Cortes. No me quiero imaginar cómo serían algunos territorios ahora si hubieran seguido siendo olvidados por el centralismo. ¿Tendrían Extremadura y Andalucía las carreteras, autovías autonómicas, hospitales, centros educativos o personal cualificado que ahora existen?

El problema es otro. Posiblemente el título VIII de la Constitución quedó cojo e inacabado para no soliviantar a los partidos nacionalistas, que casi siempre han sido necesarios para gobernar, exceptuando los periodos de mayorías absolutas. Pero sin duda el gran problema español es la ceguera ultramontana que impide discernir lo que está por encima de la miseria partidista. Es la tozudez cutre de intentar sacar rédito del enfrentamiento, incluso cuando hay cientos de muertos en el camino. Es la incapacidad absoluta de remar todos en la misma dirección, no sea que parezca que me pliego a los interesas del contrario. Esta emergencia sanitaria hubiera sido una buena ocasión para demostrar a Europa que estamos a su mismo nivel democrático y de coherencia política, pero no está siendo así. Y así nos seguirá yendo.

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